Breve historia de las murallas de Compostela (S.X y S.XI) así como sus puertas y su posterior decadencia.
Como bien sabemos y podemos comprobar en el Tumbo A de la Catedral, el primer espacio urbano de Compostela se vincula a las millas concedidas por los reyes asturianos Alfonso II y Ordoño I. En torno a este perímetro inicial, y con el fin de proveer a las necesidades del locus, se van delineando los trazados de las primeras vías y calles para favorecer la circulación de transeúntes y mercancías, a la vez que se potencia la instalación de mercados y todo tipo de edificaciones relacionadas con una economía incipiente.
La primera muralla.
Inmediatamente, y con el fin de proteger a la población y a las reliquias, se procede a construir la primera barrera defensiva de la ciudad. Así, Sisnando II, prelado de la diócesis de Iria – Santiago entre 952 y 968, erige, en este último año, el primer cinturón de murallas para contener a las temidas invasiones normandas, azote de las costas gallegas durante esos años.
Según expone la Crónica Iriense, Sisnando levantó torreones y excavó fosos con agua, disponiendo, para ello, de los arquitectos y canteros de la villa y obligando al resto de la población al acarreo y colocación de materiales, lo que – conforme atestigua la Historia Compostelana sin mucho rigor histórico – le ocasionó graves problemas que le condujeron, incluso, a un juicio.
Esta primera muralla albergaría el espacio que hoy ocupan la catedral, la plaza de la Quintana y el monasterio de San Pelayo, además de algunas calles adyacentes, ocupando en total unas 2,5 hectáreas. Los hallazgos efectuados en el año 2009, en el sótano del actual Museo de las Peregrinaciones, además de corroborar el trazado defensivo del Santiago primigenio, parecen respaldar las afirmaciones de la Crónica Iriense y nos permiten aventurar el trazado real y exacto de los muros de Sisnando.
A pesar del esfuerzo invertido en la construcción de estas murallas, el obispo Pedro de Mezonzo (930–1003), que disponía de escasos hombres para defenderlas, se vio obligado a abandonarlas a su suerte en el año 997 y fueron destruidas por Almanzor. Alfonso V de León, aprovechando el respiro que le proporcionó el colapso del Califato de Córdoba, las reconstruyó como buenamente pudo, aunque pronto se hizo evidente su debilidad.
La segunda muralla.
La presencia de daneses en tierras gallegas, que llegaron a asolar y ocupar buena parte de la región, obligó al obispo Cresconio (1037-1066), a elevar una segunda muralla, ahora con un perímetro bastante más amplio. La longitud alcanzó los 2 km, cubriendo una superficie de 30 hectáreas, es decir, protegiendo y amparando a los nuevos núcleos de población que se habían organizado alrededor del primer recinto.
Se describe con más o menos precisión en el Libro V del Códice Calixtino. Su eje estaba orientado en dirección Norte – Sur, debido a que la zona principal de la ciudad de Santiago se asentaba sobre una colina, por lo que debía seguir el trazado de la vertiente.
Las fuentes consultadas nos aclaran que sus muros dibujaban el contorno de una almendra, o bien que tenía forma arriñonada. Esto se debe a que se adaptó al trazado de la urbe más antigua y por eso, en ocasiones, se identifica a la Ciudad Vieja de Santiago como “La Almendra”.
Las excavaciones realizadas y la escasa información que nos aporta la documentación disponible nos muestran que se emplearon en su construcción cascotes irregulares de piedra que se asentaron con tierra, si bien es cierto que en torno a las puertas la cantería se hace más fina y se emplea argamasa.
La muralla, como hemos dicho, disponía de puertas, reforzadas a ambos lados por dos poderosos cubos. Estaba almenada y junto a las citadas puertas y en varias zonas estratégicas se elevaron torres para facilitar la defensa de los posibles accesos. La zona de la muralla próxima a la catedral, por esta razón y debido a la similitud arquitectónica, se conoció con el nombre de alcázar. Disponía la muralla también de un adarve o paseo de ronda al que se accedía por unas escaleras ubicadas en distintas partes del recorrido longitudinal. Por último, se dispuso en su exterior el correspondiente foso al que se añadió una barrera.
Las puertas, que sumaban un total de siete, se conocían como Puerta Francígena, Puerta de la Peña, Puerta de Sofrades (antiguamente, Subfratribus, aunque después se conocerá como Puerta de San Francisco), Puerta del Santo Peregrino (o de la Trinidad, aludiendo al cementerio de peregrinos), Puerta Falguera (o Porta Faxeira, en la que desembocaba el Camino Portugués y por la que entraba el pescado), Puerta de Susannis (sustituida para ganar espacio por la Puerta de Mámoa), y la Puerta de Mazarelos (por la que entraba el vino). Las más concurridas fueron las de Mazarelos, precisamente, la del Camino y la Porta Faxeira, que eran las únicas que permanecían abiertas de noche o en los períodos turbulentos.
La única puerta que queda hoy en pie es la de Mazarelos, aunque se ha desplazado de su lugar original para acoger al vicus que se encontraba en la zona. Pero puede adivinarse la antigua ubicación de las demás por la forma de las calles que, en muchas zonas, respetan el vano o espacio abierto que se correspondía con el acceso de la puerta.
Si comenzamos a explorar desde el noreste, desde la antigua Puerta del Camino, la muralla seguiría su trazado por la actual calle de la Virgen de la Cerca, por la Fuente de San Antonio y por la calle Senra, hasta alcanzar la Puerta Faxeira, en el extremo sur. Después torcía hacia el noroeste por la actual Avenida de Figueroa, por las calles Rodrigo de Padrón, Trinidad y Carretas, para volverse hacia el este siguiendo el recorrido de la Cuesta de San Francisco, la Cuesta Nueva, Hospitalillo y Ruedas.
En los siglos XIV y XV se abrirán otras puertas más pequeñas a las que se les dará el nombre de postigos. Son las de las Algalias, la de San Fiz y la Do Souto.
Resulta curioso que las murallas, concebidas para defenderse de las invasiones exteriores, resultasen más eficaces en los múltiples conflictos internos que se desataron en la ciudad de Santiago. Por ejemplo: sabemos que en 1117 la población sublevada contra Gelmírez y la reina Urraca se dispuso a fortificarla. En 1318 sirvieron para impedirle el paso a Berenguel de Landoira y, en el siglo XV, las aprovecharon las Hermandades en sus enfrentamientos con los obispos.
En este último enfrentamiento, Bernal Yáñez se atrincheró en la puerta de Mazarelos y cubrió con tejados las torres que la flanqueaban, además de derribar dos torreones cercanos para evitar que pudieran atacarle desde las alturas. Por ese motivo, el arzobispo Alonso II de Fonseca mandó derribar la fachada interna de todas las torres a excepción de las que guardaban las puertas.
La decadencia de las murallas.
Dada su inutilidad defensiva de cara al exterior, las puertas resultaron más útiles para efectuar el control fiscal de las mercancías que entraban por ellas, como era habitual en la Edad Media (de ahí la palabra portazgo, por ejemplo).
La primera documentación de carácter municipal de la que tengamos noticia, referida a las murallas, es ya del siglo XV. En ella se hace hincapié en la función aduanera y se adoptan decisiones encaminadas al mantenimiento de los llamados “muros do concello”. En concreto, se ordena reparar tramos caídos y se persigue a las edificaciones adosadas.
Sabemos que la muralla, en estas fechas, no se consideraba muy sólida, porque todas las noticias aluden a las continuas reparaciones. Por ejemplo: el secretario de León de Rosmithal, un peregrino bohemio del siglo XV, nos recuerda que “la ciudad está ceñida de una sola muralla, cuyas almenas están llenas por una parte de violetas amarillas, que se ven desde lejos, y por otra los muros están tan cubiertos de hiedra que parecen un bosque”. Treinta años más tarde, el médico y geógrafo alemán Hieronimus Münzer apuntó unas observaciones parecidas.
En 1532, Fray Claude de Bronseval observaba que la ciudad “es pequeña, de edificios bajos, rodeada de murallas viejas cubiertas de hiedra, poco resistentes y en ruinas”. Y en 1550, el regidor Vasco de Viveiro trataba de evitar que se adosasen más casas a los lienzos proclamando que se estaba convirtiendo “una ciudad insigne en una aldea”.
En 1590, temiendo la invasión de Drake, el arzobispo Juan de San Clemente donó 500 ducados para que fuese reparada. En 1595, además, le remitió un memorial al rey en el que se incluye el famoso plano de la ciudad, que es el más antiguo que se conoce y en el que pueden apreciarse todavía los torreones que adornan los muros.
El buen estado de la muralla era responsabilidad del municipio y se sufragaba con impuestos y con el dinero obtenido al aplicar distintas penas. También el municipio se encargaba de controlar los accesos de las puertas y de evitar que se pasease por los adarves. De hecho, ordenó derribar edificaciones cercanas que obstaculizaban la vigilancia.
Con el paso del tiempo, el mantenimiento dejó de ser rentable. La población superó el marco de las murallas y los reyes, tras centralizar el poder, asumieron la defensa de las poblaciones. Ya a finales de la Edad Media el municipio había comenzado a “aforar” porciones del muro, e incluso torres, a particulares para que ampliaran sus viviendas o para que instalaran caballerizas a cambio de una renta y de que velaran por el buen estado de los muros que arrendaban.
En 1596 seguían reparándose trozos caídos. Un cabo de milicias llamado Antonio Ozores de Sotomayor recordaba que los escombros que surgieron al derribar algunas casas adosadas eran tan altos que los niños los usaban para trepar hasta el paseo de ronda. Las puertas ya no cerraban bien y nuevas reparaciones efectuadas en 1604 no consiguieron que Santiago contase con una defensa entendida en sentido moderno. Según la definición de la época, Compostela era una ciudad “cerrada, más no fortificada”:
En 1656, los agustinos comienzan la etapa de acoso final a la muralla al solicitar al concejo “sacar la muralla más afuera donde está”, para fabricar un cuarto nuevo de su convento. El concejo autorizó la operación “en atención que dicho pedazo de muralla se estaba cayendo y que la ciudad en su reparo había de gastar muchos maravedís”.
En 1668, el Procurador General aclara que las murallas “están caídas y arruinadas, de tal manera que suben por ellas los olores con la tierra que se arrimó a ellas… y otros pedazos que están caídos hasta el suelo”. En 1669, otro visitante afirma que “las torres están incrustadas en las murallas de piedra, completamente recubiertas de hiedra y medio derribadas”.
El pintor Pier Maria Baldi nos muestra, en su famosa vista de la época, cómo la Porta Faxeira sigue manteniendo, a pesar de todo, sus torreones semicirculares.
Otros testimonios siguen abundando en el estado ruinoso de la construcción hasta el punto de que, en plena Guerra de Sucesión, nadie se planteó la posibilidad de repararla.
Cuando el arquitecto Juan López Freire traza su plano de la ciudad, en 1796, sólo quedaban en pie algunas de las puertas. En el siglo XIX, uno de los períodos más difíciles desde el punto de vista de la conservación del patrimonio, se destruye lo poco que queda de ella y se edifican nuevas casas y se pavimenta el suelo público en el terreno que ocupaban.
Como hemos dicho anteriormente, sólo se salvó la Puerta de Mazarelos, a pesar de que, en 1871, los vecinos presentaron una solicitud al concejo para su derribo.
La práctica totalidad de la información sobre las murallas a partir del siglo XVI la hemos obtenido de “Las murallas de Santiago de Compostela: de coraza protectora a monumento evocado”. Leopoldo Fernández Gasalla. Comunicación. Congreso Internacional “Ciudades amuralladas”. Pamplona 24-26 de noviembre de 2005. ISBN-978-84-235-2990-2. Algunos párrafos han sido transcritos casi literalmente.
Otra información la hemos recabado tras consultar la obra “Las murallas de Compostela en los siglos XVI y XVII”. María del Socorro Ortega Romero”. Sémata. Ciencias Sociais e Humanidades, nº 1 (1988): “La ciudad y el mundo urbano en la historia de Galicia”. ISSN 1137-9669, pp. 225-239.
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